Vivir lleva aparejado, casi inevitablemente, el deseo de vivir. Puede parecer una perogrullada, pero no podríamos vivir, seguramente, sin querer seguir viviendo. Incluso aquellos que podemos estar, por razones religiosas, menos preocupados por la idea de la muerte, para ser sinceros, no tenemos ninguna prisa por pasar a la vida eterna o al purgatorio.
Quizá por ellos, tenemos, desde que nacemos, la idea falsa, pero firmemente asentada en la mente, de que hemos de vivir mucho, todo lo posible, incluso especulamos, inútil y estúpidamente, sobre los años de vida que aún tenemos por delante teniendo en cuenta que, lo más probable, es que vivamos hasta los 80, 90 o 100 años.
Venimos al mundo sin nada, y desde luego sin un contrato de permanencia que nos vincule a este mundo por equis tiempo. Venimos cuando Dios quiere y nuestros padres lo deciden, y nos vamos cuando la Providencia encuentra un sitio mejor para nosotros. Así de fácil pero de compleja es la cosa, por mucho que nos cueste aceptarlo.
Cuando ocurre una desgracia natural, un terremoto, un tsunami, la erupción de un volcán o una tormenta tropical (hechos casi siempre inesperados), es cuando mejor observamos la resistencia natural que el ser humano tiene a dejar esta vida. La muerte nos parece entonces especialmente injusta, y establecemos extraños criterios según los cuales es a otros a quienes les correspondería morir antes que a nosotros o a los nuestros.
Sólo algunas sociedades, familiarizadas con la idea de la muerte por sus ancestros, reaccionan con una madurez y entereza que nosotros definimos erróneamente como "frialdad" o incluso "falta de humanidad". A los ibéricos o mediterráneos nos parece que lo verdaderamente humano es lanzar alaridos de alto voltaje cuando la desgracia llama a nuestra puerta y aparece la innombrable con su guadaña.
Qué distintas algunas estampas de Japón y de Lorca, a pesar de que la Muerte se hizo especialmente presente con mayúsculas en el país nipón. Los vecinos de Fukushima respondían a los periodistas, después de haberlo perdido todo y de no saber si iban a estar vivos al día siguiente, con la entereza y la serenidad que dan la asunción serena de que estamos aquí para morir. Nuestros compatriotas, en cambio, pedían tras el reciente terremoto murciano, respuestas que nadie tiene a preguntas imposibles de responder.
La vida terrena es un viaje maravilloso que hay que disfrutar y, sobre todo, aprovechar para ser cada vez mejor. Y vivir sin miedo, tampoco a la muerte, es no sólo la mejor forma de hacerlo, sino también la que más nos acerca a la vida eterna.
Quizá por ellos, tenemos, desde que nacemos, la idea falsa, pero firmemente asentada en la mente, de que hemos de vivir mucho, todo lo posible, incluso especulamos, inútil y estúpidamente, sobre los años de vida que aún tenemos por delante teniendo en cuenta que, lo más probable, es que vivamos hasta los 80, 90 o 100 años.
Venimos al mundo sin nada, y desde luego sin un contrato de permanencia que nos vincule a este mundo por equis tiempo. Venimos cuando Dios quiere y nuestros padres lo deciden, y nos vamos cuando la Providencia encuentra un sitio mejor para nosotros. Así de fácil pero de compleja es la cosa, por mucho que nos cueste aceptarlo.
Cuando ocurre una desgracia natural, un terremoto, un tsunami, la erupción de un volcán o una tormenta tropical (hechos casi siempre inesperados), es cuando mejor observamos la resistencia natural que el ser humano tiene a dejar esta vida. La muerte nos parece entonces especialmente injusta, y establecemos extraños criterios según los cuales es a otros a quienes les correspondería morir antes que a nosotros o a los nuestros.
Sólo algunas sociedades, familiarizadas con la idea de la muerte por sus ancestros, reaccionan con una madurez y entereza que nosotros definimos erróneamente como "frialdad" o incluso "falta de humanidad". A los ibéricos o mediterráneos nos parece que lo verdaderamente humano es lanzar alaridos de alto voltaje cuando la desgracia llama a nuestra puerta y aparece la innombrable con su guadaña.
Qué distintas algunas estampas de Japón y de Lorca, a pesar de que la Muerte se hizo especialmente presente con mayúsculas en el país nipón. Los vecinos de Fukushima respondían a los periodistas, después de haberlo perdido todo y de no saber si iban a estar vivos al día siguiente, con la entereza y la serenidad que dan la asunción serena de que estamos aquí para morir. Nuestros compatriotas, en cambio, pedían tras el reciente terremoto murciano, respuestas que nadie tiene a preguntas imposibles de responder.
La vida terrena es un viaje maravilloso que hay que disfrutar y, sobre todo, aprovechar para ser cada vez mejor. Y vivir sin miedo, tampoco a la muerte, es no sólo la mejor forma de hacerlo, sino también la que más nos acerca a la vida eterna.
Esta entrada recoge el editorial de la emisión de "Contamos Contigo" del 21 de mayo. Ha sido elaborado por Rafael Nieto-Aliseda Causo, Director de "Contamos Contigo" y colaborador de nuestro blog.
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