Vivimos en un entorno global inseguro e impredecible que modela nuestro cotidiano sentir interior. Este nuevo equilibrio psicológico se caracteriza por la sensación generalizada de incertidumbre y la conciencia de vulnerabilidad.
Lo que hace que nuestras circunstancias actuales sean diferentes es que, en los últimos 30 años, muchas de las fuerzas destructivas que durante siglos arruinaron nuestro sentido de seguridad han sido, en gran medida, minimizadas por el progreso de la ciencia y la evolución sociopolítica de la Humanidad. Como consecuencia de estos avances (no sólo científicos), hoy la mayoría de las personas esperan poder programar razonablemente su futuro y vivir una vida segura, satisfactoria y completa.
El Dr. Trujillo, tras los atentados del 11-S, ha calificado al S. XXI como la “era de la vulnerabilidad”. En concreto, si al hecho del terrorismo desigual unimos a los sucesivos desastres naturales de consecuencias devastadoras, obtenemos esta vulnerabilidad que es sentida y percibida por sociedades antes bien asentadas en cuanto a proyecciones de futuro y seguridad comunitaria.
El sentido de futuro está muy arraigado en los seres humanos. En cada momento pensamos lo que vamos a hacer en los siguientes momentos de nuestra vida. Cuando somos pequeños nos proyectamos en ser adultos, y cuando ya hemos llegado, nos proyectamos en cómo garantizar y velar por la vida de nuestros jóvenes o nietos.
Un objeto que evidencia esta preocupación organizativa es el calendario, o los almanaques y agendas que utilizamos para gestionar el devenir y para proyectar nuestras ilusiones y afanes en tiempos venideros, con la “certeza” de que la materialización de dichas ilusiones dependerá sólo del paso del tiempo y de nuestras fuerzas. Casi nunca contamos con incidencias azarosas. Nuestros planes, ilusiones y expectativas se alimentan de la esperanza, la cual es el pan del alma.
Las personas albergamos dos clases de esperanza: una general, más difusa y en relación con nuestras creencias y fe, y otra más concreta y a corto plazo, materializada en nuestra fuerza de voluntad día a día para conseguir unos objetivos propuestos.
Los individuos esperanzados, cuando se enfrentan a un desastre o a un infortunio, tienen mayores probabilidades de supervivencia y de éxito por su propio tejido de personalidad, al anticipar que van a encontrar una solución válida, por lo que perseveran con más tesón. Mientras que los individuos más negativos pierden el sentido de futuro y pueden verse arrastrados por las circunstancias.
En la actualidad, nuestra sensación general de seguridad es bastante precaria. Diariamente, los medios de comunicación nos bombardean con noticias de calamidades ante las que nos sentimos impotentes. Especialmente perturbadora es la sospecha de que ciertos dirigentes, ayudados por algunos medios de comunicación, puedan estar fomentando el miedo colectivo, con el fin de estimular el espíritu de uniformidad conformista o conseguir el apoyo ciego a “medidas protectoras excepcionales”. Siendo estas medidas, muchas veces, oportunidades restrictivas en libertades civiles. Este tipo de sospecha sobre el posible manejo de la población por parte de algunos líderes políticos desencadena inestabilidad e indignación.
Todas estas circunstancias sociales, y los pensamientos contraproducentes que conllevan, hacen que nos sintamos física y emocionalmente frágiles, aprensivos, como si nuestro plan de vida pudiese borrarse de un día para otro. El inconveniente de esta vigilancia continua nos impide relajarnos, interfiere en nuestra capacidad de relacionarnos, de funcionar laboralmente y de disfrutar de nuestro ocio. También afecta a nuestro sistema inmunológico, y nos predispone a sentir dolencias físicas o emocionales,
La sensación de que controlamos razonablemente nuestra vida cotidiana es también un componente esencial de nuestro equilibrio emocional, pues alimenta la confianza en nosotros mismos y nuestras facultades.
La difusión por parte de los medios de información de los desastres naturales o de las consecuencias del terrorismo o las guerras en directo, hace que el impacto y la respuesta global sea más invalidante que cualquier vivencia en directo. El ser humano se pone en transmisión vicariante con la víctima, pudiendo sentir y pensar de igual modo aunque se encuentre a cientos de kilómetros del conflicto.
La conciencia de vulnerabilidad está alimentada por el miedo a lo imprevisto y desconocido. Se trata de un miedo indefinido, latente e incómodo, que nos roba la tranquilidad, nos hunde el ánimo, y nos transforma en caracteres aprensivos, suspicaces, irritables, asustadizos, tímidos y distantes. Este miedo no sólo nos afecta a nivel individual, sino que se extiende a nivel comunitario.
Si este miedo debilitador perdura, termina secuestrándonos en una nube que nos paraliza. Una vez que nos sentimos presos de la angustia y la impotencia, también vemos minada la capacidad de pensar con claridad y de tomar decisiones
Todos nos adaptamos constantemente a los cambios de nuestro cuerpo y de nuestro entorno. Por ejemplo, los niños que han sufrido secuelas físicas o emocionales, en menos de 5 años pueden recuperar el mismo nivel de satisfacción que antes de lo ocurrido. Está demostrado que nos habituamos mejor a sucesos que esperamos, que a los imprevistos.
Ante cualquier infortunio, el grado de adaptación siempre es personal, y también depende de la intensidad del desastre y del significado que le demos. Así, el grado individual de adaptación que tenemos para afrontar un desastre dependerá de tres factores:
1.- El instinto de supervivencia – Así nacemos
2.-Aspectos adquiridos que configuran nuestra manera de ser – Según nos hacemos.
3.-Estrategias que hayamos aprendido – Tal y como aprendemos
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